El dulce olor de la higuera y el frescor del agua, son dos buenos recuerdos que viven en mi mente y que en la época estival considero unidos de la mano, aunque no sé si existe una relación exacta entre ellos o de pura alquimia se trata.
Sé de algunas buenas higueras que viven al lado de manantiales o nacimientos de agua por nuestra zona y aunque no son muchas, cosa que ya me gustaría, si que merecen por mi parte este humilde reconocimiento.
Esa combinación, esa mágica mezcla, inunda mis sentidos y renueva mi energía, regalándome un respiro, un alto en el camino, ayudándome a recuperar la calma.
Si tenéis la oportunidad de sentaros debajo de una higuera y sentir el frescor del agua y el sonido juguetón que a borbotones va saltando sobre las piedras, sabréis de lo que hablo.
En esta época ya están repletas de grandes y frondosas hojas que nos regalan una buena sombra en su cobijo, un lugar al que escapar al asfixiante sol de verano, del que huyo siempre que hay lugar.
Escuchar el canto de los pájaros que en ella se resguardan y el infinito de una chicharra que a lo lejos toca su guitarra.
No puedo más que agradecer a este magno árbol, por su sombra y su dulce y sabroso fruto, que me transporta, me anima, me calma. Solo cabe, hacerme pequeñita ante él...y con una reverencia, presentarle mis respetos y susurrarle al oido como si de un secreto entre las dos se tratara: gracias, te admiro.
Pero como no siempre se puede ... pues hoy me conformo con este postre (que ahí es "ná") Unas brevas entre verde y moradas casi pintadas con pincel, a las que he acompañado con queso de cabra y unas gotas de miel de caña, salpicadas con una pizca de sésamo blanco ... simplemente delicioso.